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Partamos de una premisa clara sobre la esperanza de vida: la genética importa, pero no es decisiva. Durante años se le atribuyó un papel casi absoluto, como si heredar longevidad de nuestros antepasados fuera garantía de vivir muchos años. Pero la realidad es más compleja y, en cierto modo, más esperanzadora.

Cuando se trata de evaluar el estado de salud, es habitual confiar únicamente en una analítica de sangre. Muchos adultos, incluso sin enfermedades aparentes, se someten a revisiones médicas periódicas para comprobar marcadores como el colesterol, el ácido úrico o la glucosa. Aunque es una práctica extendida, también en entornos laborales, estos valores no reflejan por sí solos nuestro nivel real de salud.

Caminar es una de las actividades físicas más fáciles, agradables, económicas y accesibles para todo el mundo. A sus beneficios físicos se suman también efectos positivos a nivel mental: relaja el sistema nervioso, especialmente cuando se practica en la naturaleza. Además, puedes hacerlo en cualquier lugar, sin horarios ni cuotas de gimnasio.

Gracias a la combinación de posturas (asanas), estiramientos, respiraciones, relajación y meditación, el yoga mejora el estado físico general, estimula los sistemas fisiológicos, aumenta la sensación de bienestar, potencia la salud y la energía, y reduce el estrés y la inflamación. Todo esto contribuye a rejuvenecer el cuerpo y prevenir el envejecimiento.

Existe la creencia de que la genética determina nuestra esperanza de vida. Sin embargo, la ciencia ha demostrado en múltiples ocasiones que son las decisiones diarias las que realmente marcan la diferencia.
Si bien la carga genética puede tener cierto impacto, son los hábitos y su interrelación los que definen un envejecimiento saludable y una vida más larga.